De
Angkor me trasladé a Tailandia y de ahí a Bombay, luego fue Nueva Delhi,
Katmandú, Hong Kong, Moscú, Estambul y así seguí dando vueltas los tres años
siguientes de misión para la Agencia. Una
misión cuyo móvil nunca se me revelaría.
Un
hombre en el aeropuerto, una cinta en un hotel, un sobre bajo la puerta.
Diarios ocultos, informes, gafas negras.
Nada.
Cada
tanto recibía de algún colega alguna información sin demasiada sustancia sobre
las actividades y paradero de la Señorita
Blee , pero poco a poco puede ir olvidándome de ella.
En
Bombay conocí a un joven estudiante de sánscrito y traductor de los Vedas con
quien tuve un intenso romance hasta que fue asesinado en un callejón por un
grupo de asaltantes. Fui citado a declarar por la policía, pero para ellos él
era solo un estudiante de sánscrito y yo un occidental más llegado a la india
con delirios místicos a cuesta.
En
Estambul me enamoré de una camarera turca y debí huir del país antes de lo
previsto, obteniendo así mi primer informe reprobado por parte de los burócratas
de la Agencia
y una sanción que me dejó varado en la estepa siberiana durante los siguientes
cuatro meses, rodeado de cosacos ebrios cuya mayor diversión era jugar a la
ruleta rusa con un fusil Kalishnikov.
En
algún país de escala que mi mente ha bloqueado desconocían las virtudes de la
profilaxis y pesqué una infección de sífilis que solo pudo ser curada por el
chamán local después de haber sido sometido a un ateneo médico entre todos los
miembros de la tribu.
Jamás
mencioné mi pánico a los aviones pero lentamente y casi sin proponérmelo fui
cambiando los fármacos por ciertas técnicas yóguicas aprendidas durante mi
estadía en un monasterio de Ladakh.
Entonces
empecé a sentirme bien. Demasiado bien.
Comencé
un intenso período de meditaciones diarias, de celibato y de ayunos
controlados. Los informes para la
Agencia iban y venían. Las observaciones eran cada vez
menores y se me hacía saber la conformidad de mis superiores.
Cada
día tenía menos preguntas y solo me sentaba en posición de loto para detener
las fluctuaciones mentales y ser uno con el multiverso.
Ahora
que la Señorita Blee
había sido finalmente deleteada de mi esfera de sensaciones. Ahora que las
drogas se habían evaporado de mi sangre. Ahora que sentía correr por mi columna
vertebral la energía kundalini. Ahora estaba listo. Hecho que sabía y que venía a ser confirmado
por un mensaje encriptado en los clasificados del New York Times entre ofertas
de sexo y ventas de productos exóticos.
Era
el momento de conocer a La Gran Máquina.